Para muchos la infancia es una de las etapas más felices del ser humano, sin embargo, es habitual que de pequeños nos enfrentemos a situaciones vitales que no tenemos la madurez para comprender, y que nuestros padres no acierten a acompañarnos adecuadamente. Estas vivencias, especialmente aquellas que suceden en los dos primeros años de vida, marcan la manera en la que nos vamos a relacionar con los demás, con el entorno y el camino que seguiremos en la incansable búsqueda de la felicidad. 

La doctora Ana Isabel Sanz es psiquiatra y psicoterapeuta especializada en trastornos afectivos, ansiedad, infancia y adolescencia. Es directora del Instituto Psiquiátrico Ipsias y del departamento de Psiquiatría del Centro de Rehabilitación Dionisia Plaza de Madrid, y habla con SEMANA acerca de cómo nos marcan estos primeros años y de qué manera podemos modificar lo aprendido. 

¿Por qué es tan importante la infancia y cómo nos marca el resto de nuestras vidas?

Las estructuras fundamentales de la personalidad se establecen en los primeros años de la vida, y el éxito o las dificultades emocionales futuras tienen mucho que ver con los vínculos precoces que establecemos con figuras fundamentales. De las relaciones que tenemos desde el nacimiento a los primeros años de la infancia, obtenemos un apego seguro que se traduce en confianza, equilibrio, bienestar, pues implica una atención consistente y atenta a cubrir nuestras necesidades.

Cuando son relaciones caóticas que nos hacen interiorizar un entorno amenazador o que nuestras necesidades básicas no van a estar cubiertas, puede traducirse en un apego ansioso o desorganizado.  El éxito o las dificultades futuras están menos determinadas por factores genéticos o biológicos, que por las vivencias durante la infancia sumamente importantes. 

¿Qué tan determinante es en la manera en la que buscamos la felicidad?

La infancia ha sido concebida clásicamente como la etapa dorada de la vida, la más feliz, quizá por la falta de responsabilidades y por la existencia de un soporte emocional y material que permite vivir con despreocupación. La realidad nos dice que los menores se ven expuestos a situaciones vitales complejas —progenitores inmaduros, familias marcadas por conflictos, dificultades económicas, soledad por falta de tiempo y escucha por parte de sus mayores—, que ni mucho menos garantizan unas condiciones mínimas de seguridad psicoemocional que les permitan crecer con raíces sólidas sobre las que se construya una personalidad equilibrada. Esto sería la mejor baza, no solo para una infancia satisfactoria, sino para una futura vida “feliz” o como mínimo emocionalmente sana.

¿Puede que eso que hemos aprendido, que es la “felicidad” durante la infancia, en realidad sea algo que no nos hace bien?

No se puede generalizar. Sería injusto para muchas familias que siguen transmitiendo valores sólidos y actitudes de apoyo consistente a sus hijos, sobre los que construir una visión realista y equilibrada de lo que es una vida “feliz”. Pero en esta sociedad cada vez más las familias muestran a sus hijos modelos de felicidad más discutibles, sin espacio para la escucha y centrados en la satisfacción inmediata de lo material o de los impulsos más básicos a través de actividades vacías que, además de alejar de los demás, producen enganches peligrosos, como las pantallas. 

Heridas infancia

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Ese modelo de vida se arraiga en la infancia por una fuerte presión social y por la carencia de contrapesos familiares basados en el fomento de la comunicación, de los límites y del apoyo en los momentos de incertidumbre y malestar. El resultado es una construcción de expectativas poco realistas y sanas emocionalmente, sobre lo que nos produce verdadera satisfacción.

¿Podemos modificar eso que aprendimos?

Siempre se puede cambiar lo aprendido, aunque los cimientos que se establecen en los primeros años pesan mucho en nuestra conducta y pueden dificultarnos el plantearnos esa necesidad de modificar lo que no sirve y nos hace vivir infelices. 

Las crisis vitales, los síntomas de malestar emocional, son oportunidades para replantearse proyectos de vida, quizá equivocados. Cuando llegamos a la conclusión de que somos nosotros y no el mundo el que nos trata mal, es el momento de apoyarse en relaciones auténticas que nos cuestionen, o de emprender un trabajo terapéutico serio y mantenido, que nos conduzca a modificar esas expectativas y patrones arraigados desde edades tempranas. 

La vida está llena de oportunidades que nos permiten plantearnos ese cambio. Exige esfuerzo, tanto de mirarse hacia dentro como de no victimizarse y cambiar el foco para transformar esos patrones internos que interiorizamos de pequeños, y que únicamente nos frustran porque fueron erróneos o han dejado de servirnos.